Cinco años después de su muerte, una boda reveló una verdad impactante

Nuestras miradas se cruzaron al otro lado de la habitación, y algo encajó. Chispas, conexión, como quieras llamarlo; supe que quería que formara parte de mi vida.

“¿Quién es?”, le pregunté a Marcos, asintiendo con la cabeza en su dirección.

Siguió mi mirada y silbó suavemente. “Lucía. Ni lo intentes, hombre. Su familia es dueña de medio Madrid”.

Pero yo ya caminaba hacia ella.

Sonrió al verme acercarme, y esa sonrisa me golpeó como un martillo.

“Soy Javier”, dije, extendiendo la mano.

“Lucía”, respondió con voz suave pero segura. Su mano era pequeña en la mía, pero su agarre era firme. “Pareces tan incómodo aquí como yo”.

Hablamos durante horas esa noche. No era lo que esperaba (nada de actitud de niña de papá, solo cariño y curiosidad genuina), y para cuando la acompañé hasta su coche, supe que estaba en apuros.

“Mis padres te odiarían”, dijo, mientras la luz de la luna iluminaba su cabello oscuro.

“¿Es eso un problema?”, pregunté.

Me miró con ojos que parecían atravesarme. “Probablemente. Pero creo que no me importa”.

Seis meses después, nos casamos. Sus padres no vinieron a la boda. La repudiaron por completo: sin herencia, sin reuniones familiares, nada.

Pero Lucía simplemente me apretó la mano y dijo: “No me importa el dinero. Solo te quiero a ti”.

Y por un tiempo, eso fue suficiente.

Nos mudamos a un pequeño apartamento de dos habitaciones. Yo trabajaba en obras de día y estudiaba diseño arquitectónico por la noche. Lucía consiguió trabajo en una galería. Éramos felices, o eso creía.

Hasta que nació Alma, y ​​algo cambió. El brillo en los ojos de Lucía empezó a apagarse. Empezó a comparar nuestra vida con la que había dejado atrás.

“Mi compañera de cuarto de la universidad acaba de comprar una casa en la costa”, comentó una noche mientras comíamos macarrones en nuestra pequeña cocina. Alma dormía en su cuna junto a nosotros.

“Genial”, respondí, sin levantar la vista de los planos que estaba estudiando.

“Nos invitó a venir. Tuve que decirle que no podíamos permitírnoslo”.

Sus palabras me traspasaron. “Estamos bien, Lucía. Las cosas mejorarán”.

“¿Cuándo?”, preguntó con la voz entrecortada. “¿Cuándo Alma vaya a la universidad? ¿Cuándo nos jubilemos? Estoy harta de esperar lo mejor, Javier”.

Las discusiones se hicieron más frecuentes. Odiaba ajustarse a un presupuesto, despreciaba nuestra vida humilde.

“Esto no es lo que quería”, dijo.

Como si la hubiera engañado. Como si el amor tuviera que pagar las cuentas.

“Sabías quién era cuando te casaste conmigo”, le recordé durante una discusión particularmente agria.

“Quizás ese fue el error”, respondió con frialdad. “Pensé que ya serías algo más”.

Al día siguiente, regresé temprano del trabajo con flores para sorprenderla. La casa estaba en silencio.

La maleta y todas sus cosas habían desaparecido.

 

 

 

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