Una madrugada, una mujer temblorosa entró en mi salón, aferrada a un bolso deshilachado, con los ojos hinchados de tanto llorar.
Con voz apenas audible, me dijo que su hijo se casaba en pocas horas y que solo tenía doce dólares. Había algo en su silenciosa desesperación que me conmovió profundamente; su rostro reflejaba años de angustia y sus manos contaban historias de trabajo duro y sacrificio.
Sin pensarlo dos veces, la acompañé a una silla y le dije con dulzura: «Hoy te sentirás como una reina». Quería darle algo más que un peinado; quería devolverle un poco de la dignidad que la vida le había arrebatado.
Mientras le rizaba el cabello plateado y le aplicaba un suave tinte en su rostro cansado, habló de su difunto esposo, el hombre que solía recordarle lo hermosa que era. Cuando finalmente la giré hacia el espejo, sonrió —una pequeña sonrisa radiante que pareció iluminar toda la habitación— y susurró: «Vuelvo a ser yo misma».
Extendió la mano para tomar sus doce dólares, pero no pude aceptarlos.
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