El día de nuestra boda, no teníamos nada, agobiados por las deudas.
Mi esposo, por el bien de su esposa e hijo, aceptó en silencio un camino lleno de condescendencia: compartir en secreto la cama con dos de las mujeres más ricas del pueblo. A cambio, el dinero fluía a raudales a nuestro hogar.
En un solo año, nuestra choza inclinada se convirtió en una casa con el techo rojo carmesí, con una motocicleta nueva y reluciente, y nuestro hijo menor pudo estudiar y comer bien. Los vecinos nos miraban con envidia, mientras yo cargaba con orgullo y tristeza. Solo yo sabía que detrás de esta “riqueza” se escondía un precio insultante que mi esposo soportaba en silencio.
Y así sucedió que, exactamente un año después, esa mañana salió de casa como de costumbre.
Preparé la cena y lo esperé, desde el amanecer hasta el mediodía. Cuando el reloj dio las doce y aún no había regresado, se me encogió el corazón y pedí a los vecinos que me ayudaran a buscarlo.
Cuando regresaron, me quedé atónita… Habían encontrado a mi esposo en la mansión de una de esas mujeres ricas. Quemaduras de cuerda marcaban su cuello, su ropa estaba desaliñada. A su lado yacía un paquete con títulos de propiedad y un sobre abarrotado.
El pueblo entero se llenó de rumores: las dos mujeres, tras “utilizarlo”, se habían enfrentado, y mi esposo se había convertido en la víctima.
Pero lo que más me destrozó fue… dentro del sobre, además del dinero, había una nota apresurada:
“Perdóname, pero nuestro hijo… no es solo tuyo”.
Mis manos temblaron al abrirlo, mis ojos se distorsionaron por las lágrimas. Su letra desordenada me heló el corazón. Cada trazo cortaba como un cuchillo. Poco a poco, comprendí el significado oculto: no solo fue destruido, sino que me dejó con la desgracia de que el niño que tanto apreciaba no fuera mi propio hijo.
La noticia se extendió como la pólvora. La multitud se reunió, con una mezcla de compasión y desprecio.
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