Lo abrí… y me quedé paralizado.
No era un pagaré. Tampoco una carta de agradecimiento.
Era un testamento, en el que especificaba que me dejaría la casa de tres pisos en el centro de la ciudad y un terreno de más de 300 metros cuadrados en la zona más comercial.
Levanté la vista y, antes de que pudiera decir nada, mi padre sonrió:
“Toda mi vida solo quise saber… quién, en momentos difíciles, me apoyaría de verdad”.
En ese momento, me conmoví y se me humedecieron los ojos.
Y justo entonces, oí pasos en la puerta: eran mis dos hermanos mayores.
Sus miradas se posaron en el testamento que tenían en las manos y sus rostros cambiaron de color.
Se quedaron allí, inmóviles.
Sus expresiones ya no eran la indiferencia de hacía un año, sino una mezcla de arrepentimiento y desconcierto.
El mayor se aclaró la garganta:
“Papá… ¿por qué hiciste eso? Nosotros también somos tus hijos”.
Mi padre levantó la cabeza y, con voz tranquila pero firme, dijo:
“Sé que todos tienen sus problemas. Pero cuando realmente los necesité, solo el menor se atrevió a asumir esta carga. Esta casa y este terreno son la recompensa por ese sacrificio”.
El segundo quiso decir algo, pero se contuvo.
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