Él vendió su sangre para que yo pudiera estudiar, pero ahora que gano ₱100,000 al mes, cuando vino a pedirme dinero, no le di ni un centavo.

Entonces, un día, apareció en mi puerta: frágil, quemado por el sol y tembloroso. Se sentó en el borde del sofá y susurró: «Hijo… estoy enfermo. El médico dice que necesito una cirugía: ₱60,000. No tengo a nadie más a quien preguntar».

Lo miré y recordé todo sobre sus sacrificios, las noches que se desvelaba preocupado, las mañanas que me acompañaba a la escuela bajo la lluvia. Entonces dije en voz baja: «No puedo. No te daré ni un centavo».

Solo asintió. Sus ojos se llenaron de dolor, pero no protestó. Se levantó en silencio, como un mendigo al que le dan la espalda.

Pero antes de que pudiera irse, le tomé la mano, me arrodillé y le dije: «Papá… eres mi verdadero padre. ¿Cómo puede haber deudas entre nosotros? Me lo diste todo. Ahora me toca a mí cuidarte».

 

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