En nuestra audiencia de divorcio, mi ex marido se burló de mi vestido de segunda mano mientras su glamurosa prometida se reía, pero solo minutos después, me fui con una herencia que él nunca podría soñar con igualar.

Me preparé.

“El testamento del Sr. Whitmore establece que debes ejercer como director general interino durante un año”, explicó. “No puedes vender ni transferir acciones hasta entonces. Si logras doce meses sin escándalos ni quiebras, la empresa pasa a ser completamente tuya”.

Solté una risa hueca. “Soy profesor de arte, no director general”.

“Tu tío lo sabía”, dijo David. “Creía que tu perspectiva, libre de avaricia, era justo lo que Industrias Whitmore necesitaba”.

“O quizás quería ver si fracasaba”, murmuré.

Sonrió levemente. “También te dejó una nota”.

Me entregó una sola página. La letra de mi tío era elegante y deliberada.

Emma,
construí un imperio, pero perdí mi alma en el proceso. Tú aún conservas la tuya.
Lidera con integridad, algo que nunca aprendí, y no solo heredarás mi empresa, sino que restaurarás el nombre de nuestra familia.

Me ardían los ojos. Doblé la carta con cuidado. “Entonces lo haré yo”.

Esa noche, me senté en mi pequeño apartamento, rodeada de montones de archivos legales, con mi gato ronroneando a mi lado. El miedo me carcomía, pero bajo él se escondía algo más fuerte.

Decisión.
A la mañana siguiente, entré en Whitmore Industries como su nueva directora general.

La sala de juntas quedó en silencio. Los trajes se movieron. Los susurros se extendieron por el aire.

“Buenos días”, dije. “Comencemos”.

Ese fue el comienzo de todo, y el día en que conocí a mi primer enemigo.

Nathan Cole, el director de operaciones, se mostraba sereno, seguro y peligroso tras su sonrisa. Extendió la mano como si estuviera complaciendo a un niño. “Bienvenida, Sra. Hayes. Espero que sepa en qué se está metiendo”.

“Aprenderé”, dije.

Sonrió con suficiencia. “Me aseguraré de que lo sepa”.

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