Esa noche, cerré la puerta a mi hijo y a mi nuera, retomando el control de mi vida.

“Mamá, es solo un rato. Ya estoy buscando un nuevo piso. Nos vamos en una semana, te lo prometo”.

Una semana… Bueno, una semana no era para siempre. Como su madre, no me atreví a decir que no. Así que los dejé quedarse. Si hubiera sabido cómo iban a acabar las cosas, quizá habría tomado una decisión diferente.

Una semana se convirtió en dos… y seguían sin dar señales de que se fueran. En cambio, se sintieron como en casa.

Timothy dejó de hablar de buscar un sitio, y Chloe se comportó como si le debiera algo.

No tenía trabajo. Casi todos los días salía con sus amigas o estaba tumbada en el sofá con la tele a todo volumen.

Solo con fines ilustrativos.
Llegaba a casa del trabajo agotada, solo para encontrar el piso hecho un desastre: sin cenar, platos sucios por todas partes, suelos pegajosos.

¿Y lo peor? No pagaban ni un céntimo ni para la comida ni para las facturas.
Intenté insinuarle suavemente: “Chloe, cariño, ¿quizás buscar un trabajito? ¿Ganar algo de dinero para mantenerme ocupada?”. Frunció el ceño y espetó:

“Ya nos las arreglaremos, gracias. ¡No te metas!”.

Fui a mi habitación en silencio y cerré la puerta. Sin embargo, el resentimiento seguía creciendo. Crecía, agotando la paciencia que me había obligado a mantener, porque soy su madre.

Entonces llegó el punto de quiebre.

Solo con fines ilustrativos.
El viernes pasado, llegué a casa, muerta de cansancio. Y allí estaban, tumbados como reyes. La tele ensordecedora, las risas, el crujido de las patatas fritas. ¿Yo? Me levanté a las seis para ir a trabajar. —espeté—.

—¿Te importa bajar el volumen? ¡Algunos tenemos que madrugar!

Timothy apenas apartó la vista de la pantalla.

—Mamá, no empieces. La apagamos pronto.

Chloe, pegada al teléfono, murmuró:

—Margaret, no montes un escándalo. Buenas noches.

 

 

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