“Estoy muy gordo, señor… pero sé cocinar”, le dijo el joven colono al gigante ranchero.

“He oído que tienes nueva ayuda. Una mujer bastante corpulenta pero trabajadora, dicen.”

“No hables de ella”, Ethan lo miró furioso.

“Tranquilo, Cole. Solo vine a recordarte que me debes dos reses, y si no pagas para el lunes, vendré a por lo que sea de valor en este lugar.”

Clara, que lo había oído todo desde la puerta, sintió un escalofrío. Esa noche, mientras Ethan estaba sentado en el porche, se acercó en silencio.

“¿Quién era ese hombre?”

“Un buitre”, respondió Ethan. “Me prestó dinero cuando todo se desmoronaba, y ahora quiere quedarse con mi rancho.”

“Podemos salvarlo”, lo miró con ternura.

Él soltó una risa amarga.

“¿Podemos? Eres buena cocinera, Clara, pero esto no se soluciona con pan.”

“Quizás no”, respondió ella, “pero puedo trabajar más duro. Puedo vender comida en el pueblo o hornear pan para los viajeros. Déjame intentarlo.”

Ethan la miró como si hubiera oído algo imposible. Pero había algo en su voz: fe. Una fe que él ya no tenía.
“Haz lo que quieras”, dijo finalmente. “Pero si te metes en problemas, no podré ayudarte.”

“No necesito tu ayuda, señor. Solo déjame intentarlo.”

Ese fin de semana, Clara bajó al pueblo con una cesta llena de pan y mermeladas. Los hombres la miraron, algunos con desprecio, otros con burla. Pero cuando probaron su pan, guardaron silencio. Uno tras otro, empezaron a comprar. Pronto no le quedó nada. Regresó al rancho con monedas y una sonrisa que iluminó todo el lugar.

“¡Lo vendí todo, Sr. Ethan! ¡Todo!”, dijo emocionada.

Ese fue el primer día que sonrió de verdad.

Pasaron las semanas, y el rancho volvió a prosperar. La fama de Clara se extendió por toda la zona; “el pan de la mujer del rancho Cole” se convirtió en leyenda.

Pero a medida que la vida florecía, el peligro también crecía. Travis no había olvidado su amenaza.

Una noche, mientras Ethan dormía, unos hombres irrumpieron en el granero. Clara oyó ruidos y salió corriendo sin pensarlo dos veces. Agarró una linterna y un palo y los enfrentó.

“¡Fuera de aquí!”, gritó.

Los hombres se burlaron.

“Miren. La cocinera gorda cree que puede detenernos”.

Pero ella no se movió. Le temblaba la voz, pero no se echó atrás.

“Toca un pelo en este rancho y no vivirás para contarlo.”

Ethan despertó con los gritos y salió corriendo armado. Los ladrones huyeron, pero uno logró empujarla con fuerza antes de escapar. Clara se cayó, golpeándose la cabeza. Ethan corrió hacia ella.

“¡Clara! ¡Clara, por Dios!” La levantó en brazos, desesperado.

Respiraba con dificultad.

 

 

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