Él balbuceó, nervioso, inventando excusas: “Debe ser de Hugo… seguro la dejó aquí…” Pero Mariana lo interrumpió con una carcajada amarga.
—“¿De Hugo? ¿Un hombre usando ligas rojas? ¿Y también es él quien te escribe mensajes diciendo ‘Te extraño, amor’? ¿Crees que soy estúpida?”
Ricardo palideció. El silencio fue su confesión. Cuando finalmente susurró “Perdóname… no sé por qué lo hice…”, Mariana sintió que el mundo se le derrumbaba.
Lo echó de casa. Lloró, se quebró, llamó a su mejor amiga en busca de consuelo. La casa, que días antes era un refugio cálido, se convirtió en un lugar frío, lleno de recuerdos falsos.
Sentada junto a la ventana, mirando la lluvia caer sobre la Ciudad de México, Mariana se preguntó: ¿Cuántas lágrimas más tendré que derramar antes de recuperar la paz?
Y en medio de ese dolor, nació una certeza: la tormenta pasaría, el sol volvería a salir, y ella, aunque rota, aprendería a levantarse de nuevo. Porque incluso las cicatrices más profundas, algún día, se convierten en señales de fortaleza.
Los días siguientes a la partida de Ricardo fueron un infierno silencioso.
La casa estaba demasiado grande, demasiado vacía. Cada rincón —el sofá, la mesa del comedor, la cama aún con el olor de él— era un recordatorio punzante de la traición. Mariana lloró hasta que sus lágrimas se secaron y solo quedó una sensación de vacío helado en el pecho.
Pero en medio de ese dolor insoportable, algo empezó a transformarse dentro de ella.
Un pensamiento persistente le repetía: “No puedo dejar que esta traición destruya el resto de mi vida.”
La primera semana fue la más dura. Mariana apenas comía, apenas dormía. Sus amigas se turnaban para visitarla, traerle comida, distraerla. Una de ellas le dijo:
—“Mariana, nadie merece tus lágrimas. Mucho menos alguien que no supo valorarte.”
Esa frase se le quedó grabada. Como una chispa en medio de la oscuridad.
Poco a poco, Mariana empezó a retomar el control. Se levantaba temprano, se vestía con esmero aunque no tuviera que salir. Llenó la casa de flores frescas, cambió las sábanas, pintó la recámara de otro color. Como si con cada cambio borrara una huella de Ricardo.