
La nueva empleada de la oficina fue objeto de burlas. Pero cuando llegó al banquete con su esposo, los compañeros renunciaron.
Olga la miró con tanta lástima genuina que Yulia se quedó momentáneamente desconcertada. Pero enseguida la recepcionista se levantó, rodeó el mostrador y le hizo un gesto para que la siguiera.
“Ven conmigo, te mostraré tu espacio de trabajo. Aquí, junto a la ventana, tu escritorio. Luminoso, espacioso… pero ten cuidado”, añadió en voz baja. No olvides bloquear tu computadora, mejor aún, pon una contraseña segura. No todos aquí reciben bien a los recién llegados. Y tu trabajo… no debería ser visto por otros.
Yulia asintió levemente, recorriendo con la mirada la habitación. La oficina era espaciosa, pero el ambiente se sentía extrañamente tenso. Tras las brillantes pantallas de computadora, se sentaban mujeres con maquillaje recargado, vestidos ajustados y peinados elaborados, más propios de una pasarela que de un día de trabajo. A primera vista, parecían jóvenes —quizás de dieciocho años—, pero su edad real rondaba los treinta. Sus miradas se posaban sobre Yulia con fría indiferencia, juzgándola en silencio, como si ya hubiera fracasado antes de empezar. Mercancía de jefa.
Pero Yulia se mantuvo firme. Por primera vez en lo que parecía una eternidad, se sintió despierta, presente. El ritmo constante de la vida doméstica —cuidar a su hijo, cocinar, limpiar, el interminable rol de «madre» y «esposa»— la había abrumado como una piedra. Estaba cansada de que la definieran por lo que hacía por los demás. Hoy, solo era Yulia. Y eso era suficiente. Merecía un espacio para ella: una carrera, un propósito, un lugar donde pudiera ser vista tal como era.
El día transcurrió como un rayo. Yulia se entregó por completo a las tareas: gestionar pedidos, redactar informes, navegar por sistemas desconocidos. No buscaba llamar la atención; simplemente quería contribuir, sentir que su trabajo importaba. Sin embargo, en el fondo, se oían voces susurradas. Vera —alta, de mirada penetrante y siempre con una sonrisa cómplice— y su compañera Inna —de voz fría y rápida para susurrar— intercambiaron miradas e comentarios pícaros, con su silenciosa burla flotando en el aire como una nube de tormenta.
“¡Oye, novata!”, resonó la voz aguda de Vera justo cuando Yulia terminaba un informe difícil. “Tráeme un café. Solo, sin azúcar. ¡Y rápido!”.
Yulia se giró lentamente, encontrando su mirada. En sus ojos no había miedo ni sumisión.
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