La parte de continuación

Mis dedos se detuvieron un momento en el asa de la cafetera. De la Vega. El apellido de mi primer marido. El apellido de mi hijo.

“No lo entiendes”, continuó Rodolfo, contemplando su reflejo en el espejo de las puertas del armario. “Eres solo una gallina, siempre en casa, en tu estanque cómodo. Nunca has soñado con lograr nada”. Se ajustó la corbata con una sonrisa satisfecha, una mueca dirigida no a mí, sino a ese “hombre de éxito” del espejo, a quien había estado esculpiendo durante años.

Entonces recordé otra mañana, muchos años atrás. Yo, con los ojos hinchados de llorar, con el pequeño Adrián en brazos, y mi primer marido, Esteban, murmurando con impotencia que no tenía nada y que no podía mantenernos.

En aquel estudio alquilado en un barrio obrero de Madrid, con el grifo goteando, tomé una decisión: mi hijo llegaría lejos.

Trabajé en dos, a veces en tres, empleos. Primero, cuando Adrián estaba en la guardería, luego en el colegio. Me dormía sobre sus cuadernos y, más tarde, sobre mis propios apuntes de la universidad. Vendí lo único que tenía —el piso que heredé de mi abuela— para que pudiera ir con esa beca a Silicon Valley.

Él era el proyecto de mi vida. Mi startup más valiosa, mi inversión más importante.

“Dicen que es hijo de un simple ingeniero”, Rodolfo Continuó, saboreando los detalles como un gourmet. “¿Te das cuenta? De la nada a la cima. Y esos suelen ser los más despiadados. Hay que demostrarle desde el principio quién manda aquí”.

Recordé cómo, en una fiesta de la empresa, Rodolfo, ya borracho, humilló públicamente a Esteban. Esteban había venido con un proyecto, y Rodolfo lo llamó “soñador con los bolsillos vacíos”, riendo a carcajadas. Ese tipo de momentos alimentaban su ego desmesurado.

“Tráeme el betún. Y la crema”. Rápido.

Le llevé todo lo que pidió. No me temblaban las manos. En mi interior reinaba un silencio absoluto.

Rodolfo no sabía que su nuevo jefe no era un “De la Vega” cualquiera.

No sospechaba que este “chico” era el cofundador de una empresa tecnológica que su grupo había comprado recientemente por una fortuna, nombrándolo director ejecutivo de toda una división.

Y tampoco sabía que este “advenedizo” recordaba muy bien al hombre que hizo llorar a su madre sobre la almohada.

Se fue, como siempre, dando un portazo.

Me quedé solo. Me acerqué a la ventana y vi cómo se alejaba su coche.

Ese día, Rodolfo iba a la reunión más importante de su vida. Pero no sabía que, en realidad, marchaba hacia su propia horca.

Esa noche, la puerta se estrelló contra la pared como si la hubieran derribado de una patada. Rodolfo irrumpió en el pasillo. Tenía la cara roja y la corbata cara le colgaba del cuello como una soga de la que acababa de liberarse.

“¡Lo odio!” —susurró, tirando el maletín a un rincón—. ¿Te imaginas lo que se ha permitido ese mocoso?…

—Ese… Adrián Torres tuvo el descaro de contradecirme delante de todo el ayuntamiento. ¡Me hizo quedar como un completo novato! Y todos se rieron…

Lo miré en silencio.

En mi interior, ya no había miedo ni resentimiento. Solo un frío absoluto, afilado como una navaja.

Recordé todas esas noches en Madrid, cuando llegaba a casa agotada de dos o tres trabajos a la vez, solo para que mi hijo pudiera comer y estudiar.

Recordé su mirada decidida cuando se fue a Barcelona a estudiar, prometiéndome que triunfaría.

—Quizás porque es mejor que tú —dije en voz baja, con una voz que ni siquiera reconocí como la mía.

Rodolfo levantó la cabeza, sorprendido. Nunca me había atrevido a responderle así.

 

 

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