Pero todo cambió una fría tarde de diciembre, justo antes de Navidad.
El diagnóstico
David llevaba semanas sufriendo dolor de estómago. Cuando finalmente fuimos al hospital en Chicago, el médico nos miró con ojos pesados.
“Cáncer de páncreas en etapa cuatro”, dijo en voz baja. “Está avanzado. Haremos todo lo posible para que esté cómodo”.
El mundo parecía derrumbarse a mi alrededor. Sentí frío en las manos. El corazón me latía con fuerza en los oídos. Quería gritar, pero no salía ningún sonido.
David, el hombre que construía puentes, yacía en una cama de hospital; sus manos, antes fuertes, temblaban mientras susurraba: “Lo siento, Hannah… por todo”.
Pero no podía rendirme. Sophie no podía perder a su padre. Empecé a buscar cualquier cosa que pudiera ayudarlo: nuevos tratamientos, medicamentos experimentales, incluso ensayos clínicos.
Fue entonces cuando encontré a un especialista que mencionó un medicamento experimental estadounidense que podría retrasar la enfermedad. El precio: quince mil dólares al mes.
Vendí todo: nuestro coche, nuestros ahorros, incluso mi anillo de compromiso. Después de unos meses, no me quedaba nada. Pedí prestado, rogué, supliqué, pero ya nadie podía ayudarme.
La oferta desesperada
Una noche sin dormir, navegando por internet, encontré un foro lleno de mujeres que se habían convertido en madres sustitutas para familias adineradas.
A algunas les habían pagado más de cien mil dólares. Lo suficiente para ganar tiempo, lo suficiente para darle una oportunidad a David.
Una parte de mí dudó, horrorizada ante la idea. Pero otra parte —la esposa desesperada, la madre aterrorizada— susurró: «Puedes salvarlo».
Contacté con una mujer de un grupo privado. Se llamaba Lena Torres. Su voz era tranquila, profesional, pero extrañamente distante.
«Trabajamos con clientes de élite», dijo. «Recibirás ciento veinte mil dólares. Cubriremos todo: facturas médicas, alojamiento, alimentación. Pero debes mantener la discreción. Nadie puede saberlo».
Me temblaba la voz. «¿Tendré que… estar con alguien?». Ella rió suavemente. “No, cariño. Es todo médico. El embrión pertenece a un matrimonio que no puede tener hijos. Solo los estás ayudando. No hay conexión contigo. Después del nacimiento, te marchas, segura, respetada y con seguridad económica”.
Me quedé allí sentada, mirando mi teléfono un buen rato. Luego miré a David —pálido, respirando débilmente— y a Sophie durmiendo a su lado.
Tres días después, le escribí a Lena: “Yo lo hago”.
El Secreto
Todo fue rápido.
Me llevaron en avión a una clínica privada en Los Ángeles para exámenes médicos y psicológicos.
Cuando me entregaron el contrato, tenía veinte páginas. No leí cada línea. La última frase decía suficiente:
“La gestante renuncia voluntariamente a todos los derechos sobre el niño y se compromete a mantener estricta confidencialidad”.
Firmé.
Una semana después, implantaron el embrión. Les dije a todos que iba a aceptar un trabajo temporal fuera de la ciudad. Ni siquiera David lo sabía. Pensaba que estaba trabajando horas extras para pagar su tratamiento.
“No deberías trabajar tanto”, me dijo una noche por teléfono, tosiendo suavemente. “Ya has hecho suficiente por mí”.
Sonreí entre lágrimas. “Todavía no”, susurré.
Un latido prestado
Al tercer mes, recibí el primer pago: veinte mil dólares.
Pagué todas las facturas del hospital, compré la nueva medicación y contraté a una enfermera privada.
David recuperó el color. Regresó su sonrisa. No sabía que cada respiración que tomaba se pagaba con la vida que crecía en mi interior.
Pero al cuarto mes, Lena volvió a llamar. Su tono era diferente: serio, inquieto.
“Tenemos que vernos”, dijo. “Hay algo que debes saber”.
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