No respondió, pero el silencio lo dijo todo.
Esa noche, mientras yacía sola en la cama, con una mano en el vientre y las lágrimas corriendo por mi rostro, me di cuenta de la verdad: Este no era el hombre del que me había enamorado. Ese hombre nunca me habría pedido que eligiera entre él y nuestro hijo.
Así que elegí.
Me mudé de casa una semana después. Fue demasiado doloroso quedarme.
Encontré un pequeño apartamento cerca de mis padres, quienes, gracias a Dios, me recibieron con los brazos abiertos. Mi mamá me preparó sopa y me contó historias de cómo me crio. Mi papá lloró por primera vez en años cuando le conté lo sucedido.
En mi primera ecografia la vi.
Un pequeño maní perfecto con un latido de corazón parpadeante y bracitos que ya se están formando.
Una niña.
La llamé Esperanza antes de que naciera.
Los meses transcurrieron lentamente. Trabajaba a tiempo parcial en una pequeña librería, ahorraba cada centavo y leía todos los libros que encontraba sobre crianza. Mis amigos fueron llegando uno a uno, excepto Ella, mi mejor amiga de la infancia. Ella venía a todas las citas médicas, me ayudaba a armar la cuna que compré de segunda mano y pintaba nubes en las paredes del cuarto del bebé.
“Serás la mejor mamá del mundo”, me dijo mientras me abrazaba fuerte y me limpiaba la pintura de la mejilla.
Me reí entre lágrimas. “Ojalá pueda serlo”.
Y entonces llegó la noche en que llegó la Esperanza.
Había tormenta otra vez, igual que la noche en que Michael me dejó.
“Serás la mejor mamá del mundo”, me dijo mientras me abrazaba fuerte y me limpiaba la pintura de la mejilla.
Me reí entre lágrimas. “Ojalá pueda serlo”.
Y entonces llegó la noche en que llegó la Esperanza.
Había tormenta otra vez, igual que la noche en que Michael me dejó.
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