Me escondí detrás de la puerta, con el corazón latiéndome con fuerza. Mi yerno se sentó, abrió el cartón de leche, tomó un poco con una cuchara y luego…

Desde entonces, lo observé atentamente. Cada noche, el mismo ritual se repetía.
Daniel tomaba una taza pequeña de leche de fórmula, la bebía despacio y miraba al cielo como absorto en sus pensamientos. Una noche incluso lo oí susurrar suavemente, palabras que no pude entender.

Mis sospechas se intensificaron. ¿Era tan pobre que robaba la leche de su hijo para sobrevivir? ¿O tenía algo roto emocionalmente? No me atrevía a acusarlo, pero sabía que tenía que llegar a la verdad.

Una tarde, mientras Daniel estaba trabajando y Helen dormía la siesta, me escabullí al balcón. En un rincón escondido, bajo una maceta, encontré una vieja lata de metal. Dentro había unas fotos doradas, una carta escrita a mano y una pequeña pulsera de plata. Las fotos eran de una mujer de aspecto amable, más o menos de mi edad, sosteniendo a un recién nacido con un niño pequeño de unos seis años a su lado; el niño era, sin duda, Daniel.

Me quedé paralizada.
Helen me había dicho una vez que la madre de Daniel falleció cuando él era pequeño. ¿Pero por qué esconder sus pertenencias aquí? ¿Y qué tenía que ver eso con el ritual de la leche de medianoche? Lo devolví todo con cuidado, pero estaba angustiada. Esa noche, después de que Helen y Nora se acostaran, finalmente lo confronté.

“Daniel”, le dije con dulzura en la sala, “te veo yendo a buscar la fórmula de Nora todas las noches. ¿Hay algo que no nos estás contando?”

 

 

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