El sonido agudo de un fuerte chapoteo rompió la quietud de la tarde. Por un momento, pensé que quizá una silla se había volcado o que uno de los perros se había caído. Pero entonces lo vi: la máquina de coser blanca y rosa de Lily se hundía bajo el agua ondulante, mientras las burbujas subían al reflejarse la luz del sol en la placa metálica. El grito de mi hija vino después.
“¡No!”, gritó, corriendo hacia la piscina. Las lágrimas le corrían por las mejillas antes siquiera de llegar al borde.
“¡Es mía! ¡Mamá, es mi máquina de coser!”. Me quedé paralizada en la puerta, con las bolsas de la compra aún colgando de las manos. Afuera, mi exmarido Mark estaba de pie con los brazos cruzados, la expresión inexpresiva, evitando los ojos de nuestra hija. Junto a él, Rachel —su nueva esposa, la madrastra de Lily— sonreía.
“Necesitaba una lección”, dijo Rachel con un tono gélido. “Quizás la próxima vez escuche cuando le digan que haga sus tareas”.
Lily se arrodilló junto a la piscina, extendiendo la mano con impotencia hacia el agua mientras su máquina de coser desaparecía bajo la superficie. Le había llevado seis meses ahorrar para ella: cuidando niños, vendiendo bolsas de tela hechas a mano por internet, ahorrando en todo lo que podía. Esa máquina era su sueño, su escape.
Mark empezó: “Rach, quizás eso era…”.
“No”, espetó. “Dijiste que la habían malcriado.”
No dijo nada. No se movió.
Bajé las bolsas lentamente, con el pulso martilleándome en los oídos. “¿Así que ambos decidieron que el castigo correcto era destruir su propiedad? ¿Porque no barrió lo suficientemente rápido?”
La sonrisa de Rachel se mantuvo. “Es solo una máquina. Ya lo superará.”
Los sollozos de Lily me desgarraron algo dentro. Me acerqué, me arrodillé a su lado y le puse la mano en la espalda. Su cuerpo se estremeció bajo mi tacto. El agua azul brillaba, burlándose en su calma. En el fondo, la máquina se alzaba como una lápida por su duro trabajo.
Miré a Rachel. “¿Crees que esto le enseñará algo?”
“Sí”, dijo con los brazos cruzados. “Respeto.”
“Perfecto”, respondí, irguiéndome. “Entonces entenderás cuando les enseñe a ambos cómo se siente perder algo que importa.”
Su sonrisa se desvaneció.
Esa noche, me quedé despierta, mirando el ventilador de techo que cortaba la oscuridad, lento, constante e implacable. La escena se repetía en mi mente: la mueca de desprecio de Rachel, el silencio de Mark, el desamor de Lily. Cada imagen avivaba el fuego que ardía en mi pecho.
Lily se había dormido llorando en mi cama, acurrucada de nuevo, con la almohada húmeda. Noté los callos en sus dedos: pequeñas marcas de su esfuerzo. Todo ese trabajo, deshecho en segundos en aras de la “disciplina”.
Sabía que no podía salvar la máquina de coser. Pero podía restaurar algo más: el equilibrio.
A la mañana siguiente, llamé a Mark. “Tenemos que hablar”.
Suspiró. “Anna, puede que Rachel se haya pasado de la raya, pero…”
“Pero te quedaste ahí parada”, interrumpí. “Y ahora, ambas aprenderán lo que se siente”. “Anna”, gimió, “no hagas de esto un escándalo”.
“Ay, ya es un escándalo”, dije, y colgué.
Ese fin de semana, llegué sin avisar mientras disfrutaban de un brunch junto a la piscina: el mismo ambiente, la misma petulancia. Rachel se relajaba con gafas de sol, tomando café helado, con todo el aspecto de una reina de barrio. Mark parecía incómodo.
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