Mi marido se mudó con su amante. En silencio, llevé a mi suegra postrada en cama y se la entregué. Antes de irme, dije algo que los dejó a ambos pálidos…

Miguel iba a trabajar y, cuando regresaba por la noche, se quedaba jugando con su teléfono. Todo el cuidado de su madre, la comida, el agua, la medicina, lo hacía yo sola. Siempre decía: “Tú eres mejor cuidando a mamá que yo. Si lo hago yo, ella sufrirá más.” No lo culpé.

Pensé que era simple: la esposa se encarga de la casa, el marido de trabajar. Pero luego descubrí que Miguel no solo iba a trabajar. Tenía a otra persona. Todo se descubrió cuando accidentalmente vi un mensaje: “Esta noche iré de nuevo. Estar contigo es mil veces más divertido que estar en casa.” No grité ni lloré. No armé un escándalo.

Solo le pregunté suavemente: “¿Qué vas a hacer con tu madre, a quien has ignorado durante todos estos años?” Miguel se quedó en silencio. Al día siguiente, se mudó. Sabía que se había ido a vivir con esa mujer. A pesar de mis llamadas y mensajes, no respondía. Doña Carmen, postrada en la cama de su habitación, no sabía nada. Todavía creía que su hijo estaba ocupado con el trabajo y que volvería en unos días.

La miré, a ella que una vez criticó cada bocado que comía y cada siesta que tomaba, y que me dijo que “no era digna de ser su nuera”. Sentí un nudo en la garganta. Quise dejarlo todo, pero luego pensé: una persona debe tener dignidad. Una semana después, llamé a Miguel: “¿Estás libre? Te llevo a tu madre para que la cuides.” Al otro lado de la línea, hubo un silencio de varios segundos, y luego colgó. Esa tarde, en silencio, limpié a Doña Carmen, le cambié de ropa y le doblé la ropa de cama.

Empaqué sus medicinas, los papeles del hospital y un viejo cuaderno de notas médicas en una bolsa de tela. Por la noche, la subí a una silla de ruedas y le dije suavemente: “Mamá, te voy a llevar a casa de Miguel por unos días para que cambies de aire. Estar en un solo lugar todo el tiempo es aburrido.” Ella asintió suavemente, sus ojos brillaban como los de un niño. No sabía que estaba a punto de ser “devuelta” a su propio hijo, quien había decidido abandonarla.

Al llegar, un pequeño apartamento, toqué el timbre. Miguel abrió la puerta, y dentro estaba la otra mujer, en un camisón de seda, con los labios rojos. Ambos se quedaron sin palabras al verme empujar la silla de ruedas, con Doña Carmen sentada en ella, con una expresión de alegría. Empujé la silla de ruedas suavemente hasta la sala de estar, acomodé las mantas y las almohadas, y puse la bolsa de medicinas sobre la mesa. La casa olía a perfume, pero era fríamente silenciosa. Miguel balbuceó: “¿Qué estás haciendo?”…

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