El único que nos visitaba a menudo era mi tío, el hermano menor de mi padre. Pero después de un año, lo encarcelaron por herir a alguien mientras estaba borracho. Desde entonces, todos lo repudiaron.
“La mala sangre no se va”, decían.
Miraban a mi tío con recelo… y esa mirada también nos llegó a nosotros.
Diez años después, mi tío fue liberado.
“Aléjate de él”, advirtió su familia. “No queremos compartir su vergüenza”.
Pero mi madre, una mujer acostumbrada al sufrimiento, respondió:
“Sigue siendo hermano de tu padre. Es de nuestra sangre, pase lo que pase”.
Vi a mi tío de pie frente a la puerta, delgado, con una mochila rota al hombro.
Mi madre sonrió y abrió la puerta:
“Entra, hermano. Siempre habrá un lugar para ti en esta casa”.
Desde entonces, mi tío vivió en la antigua habitación de papá. Todas las mañanas salía a trabajar; por la tarde arreglaba la cerca, barría el patio y cuidaba las plantas del jardín.
Una vez lo vi plantando algo y le pregunté qué era. Sonrió y dijo:
“Lo que planto aquí… alimentará buenos corazones”.
No lo entendí del todo, así que me reí.
Tiempo después, la vida me golpeó de nuevo: perdí mi trabajo y mamá enfermó gravemente. Las deudas de las medicinas nos estaban ahogando. Una noche, sentado en la oscuridad, estaba pensando en vender la casa cuando mi tío se me acercó. Se sentó en silencio y me dijo con voz tranquila:
“Cuando murió mi hermano, tu madre fue la única que me aceptó. Ahora me toca a mí pagarle. Prepárate y ven conmigo. No hagas preguntas”.
Al día siguiente, nos llevó en su viejo coche.
Recorrimos un camino que ascendía por las montañas hasta llegar a un vasto terreno rodeado de árboles. En el centro se alzaba una sencilla casa de madera, rodeada de flores.
“¿De quién es esto, tío?”, pregunté.
“Nuestro”, respondió. “Es para la familia”.
Después de salir de la cárcel, trabajó en diferentes lugares, ahorrando poco a poco hasta que compró ese terreno. Durante diez años lo cultivó, construyó la casa, pero nunca se lo contó a nadie.
Mi madre lloró y la abracé, incapaz de decir una palabra.
“Tío, ¿por qué no usaste ese dinero para ti?”, pregunté.
“No necesito mucho”, respondió. “Aprendí que cuando cometes un error, solo necesitas a alguien que siga creyendo en tu bondad. Esta es mi manera de devolverte esa confianza”.
Pasaron los días. Mamá se recuperó, quizás gracias al aire fresco y a las dulces frutas del huerto. Ayudé a vendérselas a los viajeros.
Dijeron: “Estas frutas tienen un sabor diferente, más dulce”.
Mi tío sonrió y respondió:
“Porque las plantaron con gratitud”.
⏬ Continua en la siguiente pagina ⏬