Un día, encontré una vieja caja de madera en un rincón de la casa.
En la tapa estaba grabado: “Si lees esto, significa que ahora descanso en paz”.
La abrí. Dentro estaba la escritura de la propiedad a mi nombre y una carta:
“No soy buena con las palabras, por eso planté. Gracias a ti y a tu madre por no rechazarme cuando todos lo hicieron. No tengas miedo de equivocarte; ten miedo de perder la bondad de tu corazón”.
No pude terminar de leerla; las lágrimas me lo impidieron.
Meses después, mi tío enfermó. Cáncer terminal, dijo el médico.
En su último momento en el hospital, tomó la mano de mi madre y murmuró débilmente:
“Hermana… qué triste no ver a Tin (yo) casarse. Pero me voy feliz. Sé que ahora entiende lo que significa vivir bien”. Mi tío murió en una tarde tranquila.
El velorio fue sencillo: sin flores ni lujos, solo asistieron unos pocos vecinos.
Después del entierro, me quedé en medio del jardín que él había plantado.
El viento rozaba las hojas, y juraría haber oído su voz:
“No odies al mundo. Vive bien, y la vida te será buena”.
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