Mis hijos nos abandonaron en el camino desierto… sin imaginar el secreto que escondía…

Una tarde, sin previo aviso, Daniel nos pidió que subiéramos al coche. «Vamos a dar un paseo. Necesitamos hablar», dijo en un tono que no admitía preguntas.

Me acomodé en el asiento trasero junto a Manuel. Sentí un nudo en el estómago, presentía que algo estaba a punto de estallar. Laura conducía con expresión severa. Andrés iba en el asiento del copiloto, mirando su móvil sin decir palabra. Al principio, pensé que nos llevaban al médico, pero pronto me di cuenta de que tomaban una ruta diferente, cada vez más solitaria.

El paisaje urbano desapareció, dando paso a campos secos, caminos polvorientos y un horizonte vacío.

Finalmente, Laura detuvo el coche en medio de la nada.

Bajaron sin mirarnos. Daniel abrió la puerta. «Papá y mamá no pueden más. Ya no aguantamos más».

Las palabras me atravesaron como cuchillos. “¿Cómo puedes hacer esto?”, grité con la voz entrecortada.

Andrés evitó mi mirada.

“Nos estás amargando la vida. ¿No lo entiendes? Ya no hay espacio para ti.”

Los tres volvieron al coche. Laura arrancó de golpe y, en segundos, el vehículo desapareció, dejando tras sí una nube de polvo. Manuel y yo nos quedamos en medio de la carretera bajo un sol abrasador, sin agua, sin fuerzas, solo el eco de su traición siguiéndonos.

Me tomó de la mano.

“¿Qué guardas ahí, Manuel?”, pregunté en un susurro.

Guardó el sobre, como si protegiera un tesoro.

“Pronto lo sabrás.”

El sol era implacable. Caminamos durante horas, apoyándonos el uno en el otro como dos náufragos perdidos en un mar de tierra y polvo. Cada paso era más pesado que el anterior. Justo cuando pensé que no podríamos aguantar, vimos unas casas dispersas a lo lejos, apenas un caserío, pero para nosotros fue un milagro.

Una mujer que salía de su casa con un cubo de agua nos miró, sorprendida de vernos en ese estado.

“¿Qué les pasó?”, preguntó, ofreciéndonos agua fresca.

No pude hablar. Fue Manuel quien respondió con la voz temblorosa.

“Nos dejaron. Nuestros propios hijos nos dejaron aquí.”

La mujer bajó la mirada con tristeza, como si hubiera oído esa historia demasiadas veces.

“Que Dios los ayude”, murmuró. Esa noche nos permitió dormir en una pequeña habitación improvisada. Cuando la mujer se fue y nos quedamos solos, Manuel volvió a sacar el sobre amarillento de su cartera. Lo miró un buen rato antes de hablar.

“Elena, esto llegó hace años. Lo guardé porque no estaba seguro. Ni siquiera sabía si era real. Pero creo que es hora de usarlo”.

Lo abrió con manos temblorosas. Dentro había varios documentos, un testamento y cartas de un bufete de abogados. Abrí los ojos de par en par al leer. Mi padre, fallecido hacía más de una década, nos había dejado una sorpresa: unas pequeñas propiedades y ahorros que sumaban unos 1000 dólares.

No era una fortuna para ricos, pero para nosotros, que habíamos trabajado duro y vivido con lo justo toda la vida, era como tener el mundo en nuestras manos. Era suficiente para dejar de depender de nadie y vivir nuestros últimos años con dignidad y tranquilidad.

“¿Entiendes, Elena?”, dijo Manuel, apretando el sobre contra su pecho.

 

 

⏬ Continua en la siguiente pagina ⏬

Leave a Comment