«¡Sírvienos en francés y tendrás 5 000 euros!», le lanzó el hombre rico a la camarera. Pero un minuto más tarde, palideció al descubrir quién era ella realmente.

La luz dorada del atardecer napolitano bañaba suavemente la amplia sala del restaurante «Aurora», tiñendo los manteles inmaculados de tonos cálidos y melosos. En el aire denso y embriagador flotaban aromas perturbadores de albahaca fresca, ajo chisporroteando en aceite de oliva y mariscos recién llegados del mercado. En cada mesa, una pequeña vida latía con fuerza: parejas que arrullaban celebrando su aniversario, familias ruidosas con risas infantiles y estridentes, hombres de negocios absortos en sus últimas transacciones alrededor de una copa de tinto aterciopelado. En el corazón de esta animación radiante, como una sombra discreta, se movía Sofía, una camarera con un atuendo impecable y ojos cansados, pero increíblemente buenos, del color de la almendra madura. Sus gestos, precisos y gráciles, acompañaban un rostro sereno, casi distante, detrás del cual se adivinaba todo un universo de pensamientos callados y dulce melancolía.

 

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