Ni una palabra de preocupación por su hijo. Ni un solo pensamiento sobre su bienestar. Estaban concentrados solo en la herencia que creían recibir. Ni una sola vez se acercaron al hospital donde Michael luchaba por su vida, donde se desangraba lentamente sin nadie que lo apoyara. Habían tomado una decisión: la herencia valía más que la existencia de su propio hijo. “Es una pena”, dijo Richard, meneando la cabeza con fingida tristeza. “Era un chico brillante, pero la vida continúa”. Con esas palabras, firmaron los papeles y brindaron con champán, convencidos de que habían sobrevivido a su hijo y habían sacado algo de su caída.
Tres meses después, una húmeda tarde de viernes, Michael abrió los ojos. Parpadeó lentamente, confundido y débil, contemplando la habitación estéril que lo rodeaba. “Mamá”, susurró, pero solo hubo silencio. Una enfermera se detuvo en seco al verlo despertar. “¡Michael, Dios mío, estás despierto! ¡Lo lograste!”, exclamó mientras corría a presionar el botón de llamada.
Michael intentó hablar de nuevo. “¿Dónde está mi familia?”. La enfermera se detuvo un momento, mirando al suelo con tristeza. “No han venido”, dijo en voz baja. “Lo siento mucho, Michael”.
En ese momento, algo en su interior se endureció. La realidad de que había luchado solo, de que casi había muerto solo, y de que sus padres habían preferido el dinero a su único hijo, lo atravesó como un cristal roto. Su respiración se detuvo por un instante, y su corazón, aunque sanando, empezó a sentir el peso de la traición. La recuperación fue lenta. Cada movimiento era un esfuerzo titánico, como si levantara ladrillos atados a sus piernas. Pero Michael superó el dolor, el silencio, sabiendo que sus padres no estaban ahí para él.
⏬️⏬️ continúa en la página siguiente ⏬️⏬️