Un millonario encuentra a su exesposa negra en un restaurante, con trillizos que se parecen a él.

Darius Stone debía estar en Seattle. Un acuerdo comercial se había frustrado y su jet privado estaba retenido para una inspección. Portland no formaba parte del plan; era solo una parada inoportuna. Pero cuando el servicio de transporte lo dejó cerca de un pintoresco café en la calle Alberta, algo inesperado se despertó en él. Un destello de familiaridad, como un recuerdo rozando su piel.

Casi pasó de largo sin darse cuenta. Pero algo —un instinto, un empujón— lo hizo mirar hacia la ventana del café.

Y allí estaba.

Nia.
Incluso después de seis años, la reconocería en cualquier lugar.

Llevaba los rizos recogidos como solía llevarlos los domingos por la mañana. Se inclinó suavemente hacia tres niños —una niña y dos niños—, ninguno de ellos mayor de cinco años. Su expresión era cálida, llena de ternura.

Pero lo que conmovió profundamente a Darius fue cómo la miraban los niños.

Y cómo se parecían a él.

La misma piel morena y radiante. Los mismos pómulos altos. Los mismos hoyuelos.

Sus hoyuelos.

Hoyuelos que solo había compartido con una mujer.

La mujer que había desaparecido de su vida.

Seis años atrás.
Su divorcio había sido abrupto, ruidoso y público. Darius se había dejado llevar por la emoción del éxito tras cerrar un importante acuerdo de inversión. Nia deseaba paz: jardines, fines de semana tranquilos, una vida que no estuviera siempre acelerada. Discutían constantemente: por el tiempo, por el dinero, por el futuro que nunca pudieron construir. Sobre todo por los hijos que nunca tuvieron.

Las últimas palabras que le había dicho resonaban aún ahora:

«No me ves, Darius. Solo ves lo que quieres construir».

Entonces se fue.

Sin reenvío de llamadas. Sin llamadas. Solo silencio.

 

 

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