Sabía que no le correspondía discutir este punto, y también sabía que intentarlo sería ignorar la verdad. En cambio, dijo: «Bailé porque quería hacerlo sonreír, porque nadie más lo hacía». Su tono salió más duro de lo que quizá pretendía. Los puños de Edward presionaron su garganta hasta secársela.
«Se pasó de la raya», asintió una vez. «Quizás, pero lo volvería a hacer. Estuvo vivo, Sr. Grant, aunque solo fuera por un minuto». Las palabras quedaron suspendidas entre ellos, crudas, incuestionables.
Estaba a punto de despedirla. Sentía una profunda necesidad de restaurar el orden, el control, la ilusión de que los sistemas que había establecido protegían a quienes amaba. Pero algo en la última frase de Rosa lo persistió.
Estaba vivo. Edward no dijo ni una palabra y volvió a sentarse, despidiéndola con un pequeño gesto de la mano. Rosa asintió una última vez y se fue.
Solo de nuevo, Edward miró por la ventana, su reflejo en el cristal. No se sentía victorioso. Al contrario, se sentía impotente.
Había esperado romper la extraña influencia que Rosa había despertado. En cambio, se encontró ante un vacío donde antes residía la certeza. Sus palabras resonaban, no con rebeldía ni sentimentalismo, sino con verdad.
Y lo más exasperante era que ella no le había rogado que se quedara, no había abogado por él. Simplemente le había dicho lo que veía en Noah, algo que él no había visto en años. Era como si le hubiera hablado directamente a la herida que aún sangraba, bajo todas las capas de eficiencia y lógica.
Esa noche, Edward se sirvió un vaso de whisky, pero no lo bebió. Se sentó en el borde de la cama, con la mirada fija en el suelo. La música que Rosa había puesto… ni siquiera la había reconocido, pero el ritmo lo seguía. Las mejores ofertas de auriculares.
Un ritmo suave y familiar, como una respiración, si eso pudiera coreografiarse. Intentó recordar la última vez que había escuchado música en esa casa que no estuviera relacionada con la recomendación de un terapeuta ni con ningún intento de estimulación. Y entonces recordó.
Ella. Lillian. Su esposa.
Le encantaba bailar. No profesionalmente, pero sí con libertad. Descalza en la cocina, con Noah en brazos aunque apenas caminaba, tarareando melodías que solo ella conocía. Las mejores ofertas de auriculares.
Edward había bailado con ella una vez, en la sala, justo después de que Noah diera sus primeros pasos. Se sentía ridículo y ligero a la vez. Eso fue antes del accidente, antes de las sillas de ruedas y del silencio.
No había bailado desde entonces. Ella no se lo había permitido. Pero esa noche, en el silencio de su habitación, se encontró balanceándose ligeramente en su silla, casi bailando, casi inmóvil.
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