Richard Levinson, antaño un vibrante hombre de negocios conocido por la élite de Kiev, ahora se sentaba solo en su vasta finca a las afueras de la ciudad. La mansión, antes llena de fiestas, risas y familia, se había vuelto fría y vacía desde la trágica muerte de su único hijo, Leo, cinco años antes. Desde ese día, nada —ni su fortuna, ni su poder— podía llenar el vacío en su corazón.
Todos los domingos, Richard peregrinaba al cementerio con un ramo de lirios blancos, el favorito de Leo. Era su única tradición, el único gesto que le quedaba para honrar la memoria de su hijo.
Aquella tarde lluviosa, al acercarse a la tumba de Leo, notó algo extraño. Un niño, de no más de diez años, estaba sentado con las piernas cruzadas cerca, mirando solemnemente la lápida. Vestido con ropas andrajosas, el niño parecía totalmente fuera de lugar.
—¡Oye! ¿Qué haces aquí? —gritó Richard.
Sorprendido, el niño se levantó de un salto y se escabulló entre los árboles, desapareciendo entre las lápidas.
Solo con fines ilustrativos.
Esa noche, Richard no pudo dormir. La imagen del niño persistía en su mente: los ojos, la postura, la inexplicable tristeza que tanto le recordaba a Leo de niño. Algo en él se despertó. A las 3 de la madrugada, llamó a Daniel, su asistente de confianza e investigador privado.
“Hoy hubo un niño en la tumba de Leo. Necesito saber quién es. Encuéntralo”, dijo Richard.
Daniel, quien una vez dirigió la división de seguridad de la empresa de Richard, tenía una forma especial de encontrar a cualquier persona o cosa sin hacer ruido. Richard confiaba en él como en nadie más.
Durante los siguientes días, Richard trabajó sin parar, distraído, apenas escuchando las reuniones de la junta directiva y las llamadas de los inversores. Su mente estaba en el niño y en la conexión, si la hubiera, que pudiera tener con Leo.
Finalmente, Daniel llamó.
“Encontré algunas pistas”, dijo. Los lugareños dicen que el niño se llama Noah. A menudo se le ve cerca del cementerio o hurgando en los contenedores de basura. Vive con su madre, Clara, en un almacén abandonado en la zona este. Ella es muy reservada. Parece que ambos se esconden.
“Encuéntralos. Hoy”, ordenó Richard.
Esa noche, Daniel condujo a Richard al edificio en ruinas. Dentro, entre escombros y moho, Richard vio el destello de una vela. Allí, en la esquina, estaba sentada Clara, delgada, exhausta y protectora. A su lado estaba Noah, listo para huir.
“No estoy aquí para hacerte daño”, dijo Richard con suavidad. “Te vi en el cementerio. Me llamo Richard Levinson. Esa era la tumba de mi hijo”.
Clara bajó la mirada. Su cuerpo estaba tenso, listo para proteger a Noah.
Solo con fines ilustrativos.
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