Una enfermera le robó un beso a un multimillonario en estado vegetativo, pensando que no despertaría… pero, para su sorpresa, la abrazó.

Una enfermera le robó un beso a un multimillonario en estado vegetativo, convencida de que no despertaría… pero, contra todo pronóstico, la abrazó.

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Isabelle Hartman ajustó las persianas de la suite privada del hospital, dejando entrar un tenue rayo de luz matutina. La habitación estaba en silencio, interrumpido solo por el zumbido constante de las máquinas que mantenían con vida a Alexander Pierce. Llevaba casi un año en estado vegetativo tras un devastador accidente de coche. Su estado era conocido más allá del hospital; el multimillonario promotor inmobiliario había sido en su día un tema candente, pero ahora su nombre se susurraba con lástima.

Para Isabelle, sin embargo, él era solo su paciente. La habían asignado a su lado seis meses antes, y cada día seguía la misma rutina: controlar sus constantes vitales, ajustar la sonda de alimentación, cambiar las sábanas, hablar con él aunque no respondiera. Se animaba a las enfermeras a hablar con los pacientes en coma o estado vegetativo; las investigaciones demostraban que a veces las voces podían llegarles. Isabelle se había tomado muy en serio este consejo. Le contó sobre sus largos turnos, sus preocupaciones por los préstamos estudiantiles, incluso la historia del gato callejero que había adoptado.

Y, sin embargo, algo en Alexander aún la inquietaba. No era como los demás pacientes; aún emanaba, en su silencio, una especie de poder. Su mandíbula afilada, su complexión, su presencia digna daban la impresión de que simplemente descansaba, esperando el momento oportuno. Algunas noches, cuando el hospital se quedaba en silencio, Isabelle lo miraba fijamente, preguntándose qué clase de hombre había sido, más allá de los titulares.

Esa mañana, se inclinó más cerca de lo habitual para ajustarse la máscara de oxígeno. Su rostro estaba tan cerca que el aroma a antiséptico no podía disimular la calidez de su piel. Sin pensarlo, quizás por soledad, por un impulso loco, Isabelle posó suavemente sus labios sobre los suyos. Fue un beso furtivo, robado, del que se arrepintió al instante.

Inhaló profundamente y quiso retroceder, pero antes de que pudiera dar un paso, ocurrió algo imposible: el brazo de Alexander se movió. Su mano, inerte durante meses, se alzó débilmente y se posó en su espalda. El agarre no fue fuerte, pero sí deliberado. Isabelle se quedó paralizada, sin aliento, con los ojos abiertos como platos ante aquel hombre que se suponía no debía moverse.

Sus párpados se agitaron. Un sonido escapó de su garganta: ronco, roto, pero vivo. El corazón de Isabelle se aceleró. Su entrenamiento le decía que llamara al médico de inmediato, pero el miedo, la conmoción y la culpa la dejaron clavada en el sitio.

Alexander Pierce, el hombre que el mundo había abandonado, había despertado en el instante en que sus labios rozaron los de ella.

La alarma del monitor de Isabelle la devolvió repentinamente a la realidad. Se tambaleó hacia atrás y pulsó el botón de emergencia. En cuestión de segundos, dos médicos y otra enfermera entraron corriendo en la habitación.

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