Entonces llegó Malick. A finales de sus cuarenta, con barba descuidada, ropa gastada y cojera, Malick parecía exactamente el indigente que la gente suponía que era. Olía a desaliñado, su aspecto era desaliñado, pero tras sus ojos cansados se escondía una dulzura que atrajo a Angela. Se conocieron en un comedor social donde ella era voluntaria. Mientras otros lo ignoraban, ella percibió su amabilidad, su humor, su corazón. Surgió una amistad, y luego el amor.
Sus amigos estaban asombrados. “¿En serio, Angela? Es un indigente. No tiene nada que ofrecerte”, insistió su mejor amiga, Kendra. Su madre, Gloria, no fue más amable: “Cariño, no desperdicies tu futuro en un hombre que ni siquiera puede comprarse una camisa limpia”.
Pero Angela se negó a ceder. Creía en Malick.
El día de su boda, Angela resplandeció con un sencillo vestido blanco. Sin embargo, cuando Malick entró, comenzaron los rumores: su traje extragrande parecía sacado de un contenedor de basura, sus zapatos estaban desgastados y sucios. Los invitados intercambiaron miradas burlonas, ahogando risas. Pero Angela lo ignoró todo, con la mirada fija en él.
Cuando llegó el momento de los votos, las manos temblorosas de Malick sostuvieron el micrófono. “Sé que muchos se preguntan por qué un hombre como yo está aquí con Angela”, comenzó. “Me ven como un vagabundo sin hogar. Pero se equivocan”.
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